lunes, 27 de febrero de 2012

Historia...

Desde pequeña había visto en la televisión como la historia del mundo giraba siempre en torno a lo mismo. A medida que iba creciendo, me empapé de literatura, de frases de genios como Einstein, y comencé a darme cuenta de que, como dijo el gran genio: “Si ves que te salen mal las cosas haciéndolas de una determinada manera, cambia la forma de hacerlas.”

Cuando me preguntaban qué querría hacer en un futuro, siempre les decía que de lo único que estaba segura era de que haría algo ordinario de manera extraordinaria, es decir, buscaría los fallos y cambiaría la manera de realizar esas cosas…

Decidí rodearme de sonrisas, de lágrimas, de felicidad, de dolor, de pensamientos, de ciencia… decidí estudiar medicina. Acabé la carrera como la habría acabado cualquiera, pero a diferencia de mis compañeros yo no trabajaría en hospitales, clínicas o centro de salud; yo trabajaría para el ejército.

No me gustaba la rutina, y pensé que la mejor forma de desengancharme de los malos hábitos de este mundo, sería pasar mi vida viajando y ayudando a los demás.

Entré en el ejército en 1943, como una de las pocas mujeres que se alistaban como médico. Aquello parecía como estar de nuevo en el colegio, cuando eres la nueva y todos los chicos te miran riéndose y susurran cosas a tus espaldas. Otros, en cambio, me miraban con admiración y me hablaban con un respeto un tanto falso.

Solamente llevaba diez días allí cuando nos asignaron nuestra primera, o por lo menos para mí, misión. Habíamos entrado en guerra con los alemanes, y ahora nos destinaban a Pearl Harbor, una isla del Pacífico.

Me encantó el viaje, ya que me había tocado ir en avión, un ECOCharlie74, de los nuevos. Todo fue muy rápido. En poco tiempo me encontraba curando a un compañero herido de bala con dos soldados cubriéndome las espaldas. Toda una aventura.

A pesar de ello era fiel a mi infancia, a mi aprendizaje y a mi filosofía, y cada día me recordaba a mí misma para qué estaba yo ahí, que luchaba por la paz y por encontrar otra forma de hacer las cosas.

Pasaron varias semanas y todo fluyó como me esperaba. Era el momento de actuar, aunque sabía que no sería fácil. Me fui haciendo con la cara de todos los niños que veía escondidos tras las puertas de las casas, y aprovechando que la guerra amainó durante un período relativamente largo, comencé a acercarme y llamar a la puerta sus casas.

Cuando me abrían, se les saltaban las lágrimas mientras me rogaban que no les hiciera daño. Gracias a mi afición por la lectura y libros de psicología, supe como calmarlos. Mi objetivo era reunir familias de mujeres y niños e impartirles valores para hacerles ver que había formas de vivir distintas a la guerra, ya que los niños habían crecido con ella e incluso habían sido obligados a sostener un arma y disparar.

A pesar de mis explicaciones, seguía viendo desconfianza en sus ojos, como era de entender. No sabían diferenciar un bando de otro, ya que a pesar de todo la guerra era igual para todos, pero por suerte cuando les dije que no era del bando enemigo pude ver una reacción clara, a lo que le acompañó una sonrisa. Hice esto con todas las familias que pude, y día tras día los reunía a todos en el patio de una casa vecina y simplemente hablaba con ellos, les enseñaba y les escuchaba.

Comencé a darme cuenta de que como era de esperar, la autoestima la tenían, todos, por los suelos, no tenían ninguna esperanza y ninguno tenía planes de futuro, ni sueños, solo vi ligeras esperanzas de encontrar respuestas a esa vida tan cruel e injusta.

Nadie me dijo que fuese a ser fácil, era complicado tratar con niños y adultos a la vez, teniendo en cuenta la gran paciencia que ambos suponían.

Yo solo podría cambiar pensamientos, pero de ahí a las injustas leyes había un gran camino.

Recuerdo perfectamente un martes a la cuarta semana, cuando Victoria, madre de cuatro pequeños me pidió con la cabeza gacha si podía “revisar” a sus hijos, si podía curarlos de alguna supuesta enfermedad que pudieran tener. Sin dudarlo cogí mi equipo médico y en menos de dos horas pude hacer una revisión general a todos los niños que se encontraba ahí.

Les contaba historias, pequeñas historias fáciles de entender con claras moralejas, enseñé a que las madres se acicalaran, a que se vieran guapas, enseñé a los niños y niñas a que jugaran juntos con un mismo propósito, divertirse, les hablé de las maravillas de la ciencia, de la sabiduría, de la enseñanza, de que todo se puede lograr con solo pensarlo…

Les leí poesía, les conté historias de amor, les enseñé un gran mapamundi y les mostré de donde venía yo. Poco a poco y con calma les fui explicando la diferencia en calidad de vida entre su país y el resto.

En definitiva, les hice ver la realidad.

A todas esas maravillosas personas les dedicaba cuatro horas diárias, cuando, tras los entrenamientos en el campo, y mientras los soldados se recorrían las calles vigilando, yo, que al ser teniente médico tenía diferentes obligaciones y tareas, me escabullía sin incumplir ninguna norma y me dedicaba 100% a la enseñanza de las familias.

Me parecía increíble cuando, las madres e incluso los niños me traían dibujos de mí curándoles a ellos y gorros y manoplas de lana, a pesar de la gran pobreza que sufrían.

Se podría decir que aquellas terapias comenzaban a hacer efecto: sus caras tenían color, sus ojos ya no estaban secos y apagados, caminaban erguidos y sin bajar la cabeza, sus sonrisas comenzaban a aparecer, y las pasiones y sueños empezaban a surgir.

Desgraciadamente, como era de esperar, la tropa dio la voz de alarma y solo me quedó una última tarde para despedirme.

Aquella tarde fue algo que se me quedó grabado en el corazón, fue algo tan humano... fue tanta confianza la que depositaron en mí… pero a pesar de ver llanto e impotencia, vi rostros fuertes y seguros, vi como todos se abrazaban, vi que en ese patio no existía la guerra.

Al día siguiente comenzó el bombardeo por aire, por suerte no tuve que intervenir hasta finales de una mañana repleta de tiroteos. Nos fuimos dirigiendo hacia el centro de la ciudad, los atacantes nos comenzaban a cerrar el paso y nos bloqueaban las “salidas de emergencia”.

Se me desgarró el corazón cuando empecé a reconocer esas humildes casas en las que yo había pasado largas e increíbles tardes… tuve miedo. Miedo de que hicieran daño a esas familias, a que les destrozaran la vida, a que se la robaran.

Comenzaron a traerme heridos, curé sin parar, cuando me percaté de la suerte que tenían de tener médicos que les pudiesen curar.

De repente vi la cara de Luca, único hijo de Adriana, (ambos presentes en mis reuniones) asomado tras una pared de ladrillo mirándome con una sonrisa de oreja a oreja. Me hacía gestos con la mano indicándome que fuera con el, me miraba con entusiasmo, con inocencia, con ganas de soñar y de que le contara historias. Pero el sonido de un disparo me hizo volver a la realidad y me concentré en curar al soldado herido.

Me entró miedo cuando vi aquello, vi como los soldados se llevaban a Luca, y como éste rompía a llorar gritando mi nombre. No lo pude soportar más corrí tras él y agarrando al soldado por el hombro, tiré de Luca y lo agarré entre mis brazos. Lo siguiente que recibí fue un fuerte codazo en mi estómago que me revolvió las tripas. Mis compañeros me gritaban que volviera a mi puesto, que curara a quien tenía que curar, pero aunque quizás fuese una gran injusticia para los soldados, veía como un terrible error la  injusticia que había hacia las familias. Cuando avancé más allá de la casa de Luca, con el a mi espalda, vi a personas por los suelos chillando del dolor, desangrándose, y sin ninguna ayuda médica.

Seguía siendo fiel… a mí misma. Me dije que lo haría de forma extraordinaria, que cambiaría la manera de hacer las cosas. Y así lo hice, entregué todo lo que pude dar, enseñé mi forma de ver la vida a gente humilde, les enseñé esa gran frase del genio: “Si ves que te salen mal las cosas haciéndolas de una determinada manera, cambia la forma de hacerlas.”

Pensaba que moriría, pensaba que un tiro inesperado de mi propio bando me quitaría la vida, pensaba que por defender lo que nadie defendía moriría, allí, como tantos millones de personas. Pero lo que sucedió a continuación fue como magia, fue como una gran llama de fuego que se abre paso entre el espeso bosque, fue un milagro… Vi a cientos de personas haciendo una piña en el centro de la ciudad, colocándose mirando hacia el cielo con las palmas de la mano abiertas mostrando rendición, una rendición con doble sentido, una rendición que daría la salvación al que no se quiso rendir, al que siguió la guerra, al que no cambió la manera de hacer las cosas.

Regresé a mi país como si fuera una heroína, me dieron placas y más placas, me ofrecieron riquezas en todos los sentidos, pero nada de aquello acepté. Viajé de nuevo a aquel país donde meses atrás sucedió la gran historia de mi vida y simplemente los visité a ellos, a esas familias que impusieron la paz, a esas personas fuertes y maravillosamente especiales que me habían aportado tanta felicidad a mi vida. Entonces lloré y los abracé.
By: Elena.

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